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viernes, 21 de agosto de 2020

La Camada (relato)



Soy madre, estoy muerta y maldigo a mi camada. Malditas mis hijas que me dejaron morir entre las llamas. Malditos mis hijos que no supieron vengar mi muerte. Y malditos nuestros enemigos que despreciaron a mi maldita hija, me quemaron viva y mataron a mi hijo.

Mi primogénito era el único que merecía la pena. Aquí a mi lado ve con asco y desprecio la degradación de nuestra estirpe. Él supo encarar a nuestro enemigo cuando nos afanó parte de nuestra tierra. Qué vil y cobarde, como todos los de su apellido, robar la tierra a una pobre viuda con una numerosa prole. Él, un cacique que nunca tenía bastante, no le bastaban sus tierras, su dinero, la complicidad de las autoridades. Mi hija mayor, mala, traidora, viciosa, se enamoró de él. Por supuesto fue rechazada. Estúpida cateta, creías que el mozo más apuesto y rico de la comarca iba a caer rendido ante tus nulos encantos. Tuvo que ser mi primogénito el que sacara la cara por nosotros para vengar primero la ocupación de nuestras tierras, luego el repudio y por último mi muerte. Fue un buen hijo y un buen hermano. Sus certeras puñaladas acabaron con nuestros agresores. Y fue a la cárcel, ángel mío, a cumplir condena. Pronto le soltaron por buena conducta, que el alcaide supo ver lo bueno que es. Pero me lo desterraron. Solo hay un dolor más grande para una madre que le encarcelen a su hijo y es la muerte. Este fue uno de los pocos sufrimientos que me ahorró la vida. Para cuando envenenaron a mi primogénito, hacía ya dos años que el Señor me había acogido en su seno. Un infarto dijeron que fue… yo vi bien desde el cielo que no fue así.

¿Por qué tuvo que morir mi hijo por la inacción de sus hermanos? ¿En qué fallamos mi marido y yo para criar estas aberraciones? Huraños, mezquinos, brutos desde pequeños. Fuisteis viejos desde el nacimiento. Tenéis el cerebro podrido. Cortasteis los cables de la luz porque decíais que os producían migrañas y vivíamos miserablemente sin televisión, ni radio y alumbrándonos con unas tristes velas. No teníais amigos, no frecuentabais la taberna, no jugabais a las cartas con el resto de los mozos del pueblo. Mi primogénito sí tuvo pretendientas, alguna hasta buena y limpia, cristianas como Dios manda. Y cuando nuestros enemigos nos quemaron la casa, ¡¡¡ME DEJÁSTEIS MORIR ENTRE ALARIDOS DE DOLOR!!! Para cuando regresó mi hijo mayor del destierro para ayudarme ya era tarde.

Su ira le llevó a matar al hijo de nuestro enemigo. Padre e hijo fulminados por la misma navaja. Le costó de nuevo la cárcel, y allí, sin saberlo, se tomó el veneno encargado por la infame familia de nuestros enemigos, con la complicidad de los guardias sobornados.

Luego, con vuestra torpeza habitual, planeasteis una venganza solo para acallar vuestras conciencias. Mis malas hijas, parricidas, convencieron a sus hermanos para salir por el pueblo a disparar a inocentes. Pobres criaturas las que asesinasteis. Eso sí, agallas os faltaron para ir por nuestros enemigos, bien vivos que los dejasteis, cobardes. Por eso intentasteis huir del pueblo. Vano intento.

Hoy, desde el cielo, mi primogénito y yo contemplamos que la vida va a darnos el gusto de vengarnos de nuestra familia. Es el autoexterminio de nuestro linaje. Todos sus hermanos, justamente  condenados por la justicia, van a morir solos, aislados, enfermos, desquiciados y sin descendencia. Ellas, cada una en una celda del manicomio. Ellos, cada uno en una celda de la cárcel.

Vuestra madre os maldice por no haber defendido lo nuestro. La familia, las tierras, el honor, el apellido.


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