Porque
hay un concepto que supera tanta fruslería y tanto lugar común: la mitomanía.
Cuando una nace mitómana porque lo lleva en los genes (gracias a Dios todo
poderoso no heredé la admiración hacia Barbra Streisand), no hay nada como la
adoración a un ser superior pero de carne y hueso, elevarle a los altares,
darlo todo por él y perder las formas y maneras si es que tu sino es
encontrarte cara a cara con él, como me pasó a mí:
1987.
Viernes por la tarde. Desvié mi camino hacia la facultad aquel día para pasarme
por un VIPS a pillar una revista con letras extranjeras donde salía Bowie.
Desgraciadamente el ejemplar en cuestión estaba en la última estantería y no me
caracterizo por tener una gran altura,
con lo que, educadamente, le pedí al caballero que tenía al lado si podía
alcanzármela. Muy educadamente me dijo que sí y ahí fue cuando se nubló todo.
Desde
la salida del disco “Muñeca hinchable” había sido fan de la Orquesta Mondragón.
Siempre me encantó el histrionismo de Javier Gurruchaga, y no me perdía nunca
su sección en “La cuarta parte” en la inolvidable “Bola de cristal”. Y ahora
era él el que me acercaba la revista que pasó a un segundo plano, por no decir
que ya no me importaba nada, cuando me di cuenta de quién era.
Como
buena siniestra/gótica que era entonces, con una voz queda e intentando
controlar los nervios le comenté: “¡Anda! ¡Si eres Javier Gurruchaga! Perdona,
no te había reconocido (¡falsa!). Te sigo desde tu primer disco. ¿Me puedes
firmar un autógrafo? Sólo tengo el cuaderno de las prácticas de Física, que las
tengo esta tarde”.
Amabilísimo
me dijo que sí y, mientras estampaba su nombre en la práctica de la difracción
de la luz (o cosa semejante) no tuve más feliz idea que pedirle: “Javier (qué
confianza), haz que tus padres se reconcilien”.
El
buen hombre se quedó pálido y me preguntó “¿Cómo? ¿Qué les pasa a mis padres?”
a lo que rápidamente respondí con los nombres de los progenitores que él mismo
interpretaba en la Bola de Cristal, Cayetana y Gregorio, personajes que se
llevaban fatal. Se echó a reír y ni me acuerdo lo que me contestó pero fue de
lo más simpático y divertido.
Me
despedí de él y lo único que recuerdo es que iba tan fuera de mí que me
confundí de metro para llegar a clase y entré por la puerta de la facultad como
un Mihura gritándoles a mis compañeros: “¡¡¡¡Javier Gurruchaga me ha firmado un
autógrafo!!! ¡¡¡¡Javier Gurruchaga me ha firmado un autógrafo!!!”. Inenarrable.
Qué considerados mis colegas con su respetuosa acogida, dándome la enhorabuena.
Qué buena gente.
Corría
el otoño de 1993 cuando emocionada, o sea, absolutamente histérica, me dirigí a
la sala Galileo para ver el concierto de Duff Mckagan que presentaba su álbum
“Believe in me”. En la vorágine de empujones, gritos y sudores en la segunda
fila donde me encontraba, me cayó en pleno rostro uno de los múltiples lapazos
que el bajista reconvertido en “cantante” lanzaba con generosidad en su
actuación. ¿Cabe mayor éxtasis? No para mí.
Años
más tarde (2002), en la cubierta de Leganés, me dirigí a ver por primera vez al ser al
que había seguido desde chiquitita. Conocí la música de Alice Cooper antes que
la de los Beatles, con lo que el alborozo que me embargaba por
verlo cara a cara era indescriptible.
Y
él también me vio, vive Dios.
Qué
escándalo no montaría desde la segunda fila que, al cumplir su ritual de
regalar su bastón me lo dio personalmente a mí. Sinceramente, me lo merecía. No
sólo por el entusiasmo con el que colecciono aún hoy su material discográfico y
de otra índole, si no porque nadie cantó “Trash” con el desgarro y el poderío
con el que lo berreé aquella noche mítica. Y si sólo hubiera sido “Trash”…
Llegamos
a 2014. Felipe VI acaba de ser proclamado rey de España pero en esas fechas mi
rey particular desembarcaba por fin en Madrid. Tras décadas de espera, los fans
de Rob Zombie pudimos disfrutar de su concierto aquí. En un momento dado del
concierto cogió una especie de foco y se puso a andar por las barras de la sala
La Riviera hasta llegar al fondo donde me encontraba. Se paró delante de mí y
me cantó "School´s Out", ¿de quién? de Alice Cooper.
Nunca
sabré porqué se paró tanto en esa zona. ¿Le llamaron la atención mis alaridos?
¿La preciosa camiseta de los Munsters que lucía esa noche? ¿Una tía buenísima
que tuviera al lado y de la que obviamente no me percaté? Da igual. En mi
recuerdo quedará para siempre que Rob Zombie me cantó en la cara una de las
canciones más míticas de la historia del Rock.
Un
tiempo después, en el enésimo concierto al que asistí de Peter Murphy se obró
el milagro. Era inevitable que esa criatura elevadísima se fijara en la señora
que, visita tras visita a Madrid, se desgañitaba en primera fila, se sabía
todas las canciones y aplaudía a la velocidad que sólo lo hacen los públicos de
las películas antiguas (¿alguien se ha fijado a la velocidad que aplauden en
las actuaciones de las pelis de Antonio Molina y similares?). Total, que en un
momento dado se agachó, compartió el micro, le cogí de las manos y nos marcamos
unas frases de “Subway”. ¿Fascinación? ¿Delirio? No, simplemente, ya me puedo
morir tranquila.
Conclusión:
nada como ser fan fatal para disfrutar de experiencias místicas. Días enteros
en la puerta de un hotel para no ver a tu ídolo, horas y horas y horas tirada
en la calle esperando a pillar el mejor sitio en un concierto para que, como me
sucedió en el primero de Slipknot en Madrid, me echaran a los 2 minutos exactos
fuera de las primeras filas a patada limpia o esperar 8 horas tumbada/tirada en
la calle Preciados a que el Reverendo Manson contestara unas preguntas de los
fans a las 12 de la noche en la FNAC. Sí señor, una vida plena.
No hay comentarios:
Publicar un comentario