sábado, 5 de mayo de 2018

Mitomanía: una razón para vivir


Toda la vida he escuchado aquello de que, antes de morirse, hay que plantar un árbol, escribir un libro y tener un hijo. Lo del árbol pase. Aunque hice una carrera de ciencias muy relacionada con la naturaleza, lo mío son los experimentos de laboratorio. Escribir un libro es lo que más me convence y lo del hijo… Siempre supe que no iba a dejar a nadie en este valle de lágrimas.

Porque hay un concepto que supera tanta fruslería y tanto lugar común: la mitomanía. Cuando una nace mitómana porque lo lleva en los genes (gracias a Dios todo poderoso no heredé la admiración hacia Barbra Streisand), no hay nada como la adoración a un ser superior pero de carne y hueso, elevarle a los altares, darlo todo por él y perder las formas y maneras si es que tu sino es encontrarte cara a cara con él, como me pasó a mí:

1987. Viernes por la tarde. Desvié mi camino hacia la facultad aquel día para pasarme por un VIPS a pillar una revista con letras extranjeras donde salía Bowie. Desgraciadamente el ejemplar en cuestión estaba en la última estantería y no me caracterizo por tener  una gran altura, con lo que, educadamente, le pedí al caballero que tenía al lado si podía alcanzármela. Muy educadamente me dijo que sí y ahí fue cuando se nubló todo.

Desde la salida del disco “Muñeca hinchable” había sido fan de la Orquesta Mondragón. Siempre me encantó el histrionismo de Javier Gurruchaga, y no me perdía nunca su sección en “La cuarta parte” en la inolvidable “Bola de cristal”. Y ahora era él el que me acercaba la revista que pasó a un segundo plano, por no decir que ya no me importaba nada, cuando me di cuenta de quién era.
Como buena siniestra/gótica que era entonces, con una voz queda e intentando controlar los nervios le comenté: “¡Anda! ¡Si eres Javier Gurruchaga! Perdona, no te había reconocido (¡falsa!). Te sigo desde tu primer disco. ¿Me puedes firmar un autógrafo? Sólo tengo el cuaderno de las prácticas de Física, que las tengo esta tarde”.

Amabilísimo me dijo que sí y, mientras estampaba su nombre en la práctica de la difracción de la luz (o cosa semejante) no tuve más feliz idea que pedirle: “Javier (qué confianza), haz que tus padres se reconcilien”.
El buen hombre se quedó pálido y me preguntó “¿Cómo? ¿Qué les pasa a mis padres?” a lo que rápidamente respondí con los nombres de los progenitores que él mismo interpretaba en la Bola de Cristal, Cayetana y Gregorio, personajes que se llevaban fatal. Se echó a reír y ni me acuerdo lo que me contestó pero fue de lo más simpático y divertido.

Me despedí de él y lo único que recuerdo es que iba tan fuera de mí que me confundí de metro para llegar a clase y entré por la puerta de la facultad como un Mihura gritándoles a mis compañeros: “¡¡¡¡Javier Gurruchaga me ha firmado un autógrafo!!! ¡¡¡¡Javier Gurruchaga me ha firmado un autógrafo!!!”. Inenarrable. Qué considerados mis colegas con su respetuosa acogida, dándome la enhorabuena. Qué buena gente.

Corría el otoño de 1993 cuando emocionada, o sea, absolutamente histérica, me dirigí a la sala Galileo para ver el concierto de Duff Mckagan que presentaba su álbum “Believe in me”. En la vorágine de empujones, gritos y sudores en la segunda fila donde me encontraba, me cayó en pleno rostro uno de los múltiples lapazos que el bajista reconvertido en “cantante” lanzaba con generosidad en su actuación. ¿Cabe mayor éxtasis? No para mí.

Años más tarde (2002), en la cubierta de Leganés, me dirigí a ver por primera vez al ser al que había seguido desde chiquitita. Conocí la música de Alice Cooper antes que la de los Beatles, con lo que el alborozo que me embargaba por verlo cara a cara era indescriptible.

Y él también me vio, vive Dios.

Qué escándalo no montaría desde la segunda fila que, al cumplir su ritual de regalar su bastón me lo dio personalmente a mí. Sinceramente, me lo merecía. No sólo por el entusiasmo con el que colecciono aún hoy su material discográfico y de otra índole, si no porque nadie cantó “Trash” con el desgarro y el poderío con el que lo berreé aquella noche mítica. Y si sólo hubiera sido “Trash”…

Llegamos a 2014. Felipe VI acaba de ser proclamado rey de España pero en esas fechas mi rey particular desembarcaba por fin en Madrid. Tras décadas de espera, los fans de Rob Zombie pudimos disfrutar de su concierto aquí. En un momento dado del concierto cogió una especie de foco y se puso a andar por las barras de la sala La Riviera hasta llegar al fondo donde me encontraba. Se paró delante de mí y me cantó "School´s Out", ¿de quién? de Alice Cooper.
Nunca sabré porqué se paró tanto en esa zona. ¿Le llamaron la atención mis alaridos? ¿La preciosa camiseta de los Munsters que lucía esa noche? ¿Una tía buenísima que tuviera al lado y de la que obviamente no me percaté? Da igual. En mi recuerdo quedará para siempre que Rob Zombie me cantó en la cara una de las canciones más míticas de la historia del Rock.

Un tiempo después, en el enésimo concierto al que asistí de Peter Murphy se obró el milagro. Era inevitable que esa criatura elevadísima se fijara en la señora que, visita tras visita a Madrid, se desgañitaba en primera fila, se sabía todas las canciones y aplaudía a la velocidad que sólo lo hacen los públicos de las películas antiguas (¿alguien se ha fijado a la velocidad que aplauden en las actuaciones de las pelis de Antonio Molina y similares?). Total, que en un momento dado se agachó, compartió el micro, le cogí de las manos y nos marcamos unas frases de “Subway”. ¿Fascinación? ¿Delirio? No, simplemente, ya me puedo morir tranquila.

Conclusión: nada como ser fan fatal para disfrutar de experiencias místicas. Días enteros en la puerta de un hotel para no ver a tu ídolo, horas y horas y horas tirada en la calle esperando a pillar el mejor sitio en un concierto para que, como me sucedió en el primero de Slipknot en Madrid, me echaran a los 2 minutos exactos fuera de las primeras filas a patada limpia o esperar 8 horas tumbada/tirada en la calle Preciados a que el Reverendo Manson contestara unas preguntas de los fans a las 12 de la noche en la FNAC. Sí señor, una vida plena.

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